Aquí llega la quinta entrega de "Marinano, asesino en serie novato", en la que nuestro pobre protagonista llora y chilla más que los corderos de Clarice... Pero mejor que lo cuente él... |
Día 5
Hoy ha sido un
día nefasto, terrible, querido DCC. ¿Han
dejado ya de chillar los corderos, Clarice?, preguntó una vez mi mentor, mi
padrino y alter ego, Aníbal. Los corderos no sé, maestro, pero yo me he pasado
un buen rato chillando, llorando y lamentándome. Por un instante llegué a
pensar que mi carrera como asesino psicópata iba a acabar incluso antes del primer
crimen. Pero aún hay una luz de esperanza…
Mis
tribulaciones comenzaron al llegar a casa al mediodía. El silencio, la ausencia
de mis padres en el salón, ya me hicieron sospechar desde un primer momento. Al
llegar a mi cuarto, la escena no ha dejado lugar a dudas: el colchón en el
suelo, el somier al descubierto, mi madre a un lado con los diez metros de soga
en la mano, y al otro lado mi padre con unas revistas que algún malvado
acusador ha debido poner ahí, en una de las cuales creo que sale gente atada y
haciendo cosas que yo jamás querría ver y por las que yo jamás pagaría por
mucho que un amigo desviado me las hubiera puesto en oferta por tenerlas
demasiado vistas y manchadas. No, eso no es mío, pero mis padres no han creído
mi palabra, y para la soga, que sí es mía, tampoco tengo explicación.
Sus improperios,
sus gritos, han sido peores que los de los corderos de Clarice, por ellos pensé
que también habían descubierto el diario en este inesperado registro (tendré
que tomar precauciones en adelante), pero no ha sido así. De serlo, el
Gerontoasesino nunca hubiera podido existir, y ya os adelanto que existirá,
vaya si existirá. Pero mientras no estuve seguro de esto sufrí, grité y lloré,
mi madre también ha llorado y gritado por cómo le ha salido el niño, mientras
mi padre se quedaba a gusto a base de darme collejas y llamarme guarro y/o
pajillero tras cada colleja; lamentable escena.
Al final todo ha quedado en una amenaza de control de todos mis movimientos y actividades en lo sucesivo, una cita para confesión el domingo tras la misa, y una visita para el médico de la cabeza en fecha aún sin confirmar. Por suerte, la cita no ha sido concertada con el doctor Hernández, o doctor chispas, como le conocemos en el mundillo de las desviaciones por su costumbre de repartir electroshocks como el que reparte aspirinas, sino con el doctor Perring, del que nunca he oído hablar y por eso estoy más tranquilo, ya que no he podido escuchar nada negativo de él.
En fin, aquí me
despido de este tan infausto día del que al menos espero salir fortalecido
después del berrinche, por aquello de que no me ha matado. Y recuerden, estremecidos
lectores, no pienso ir a visitarlos, el
mundo es más interesante con ustedes dentro.
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