Sexta entrega de las aventuras de "Mariano, asesino en serie novato". En esta ocasión el inefeble Mariano comienza con el trabajo de campo, y la cosa se complica, mucho... |
Dia
6
Señor...
¡¿esto le parece fácil?!,
preguntaba Clarice a su jefe cuando éste insinuó que se asustaba con facilidad.
¿Te parece fácil a ti, querido DCC? ¿Os lo parece a vosotros, queridos y
estremecidos lectores? Si es así estáis todos muy equivocados, porque no lo es,
en absoluto. Hoy ha sido un día de grandes avances, pero también de peligro… y
de dolor, con algo de humillación y extorsión.
Lo decidí por la mañana: era el día de
comprobar si mis suposiciones eran ciertas, comenzar con el trabajo de campo. Ya
escribí aquí que estaba seguro de poder localizar a mis presas con facilidad,
que encontraría la forma de acceder a sus hogares. Sólo ha sido el primer
intento, pero con él ya ha quedado más que demostrada mi teoría. Primero anduve
sin rumbo, dejando que la distancia me hiciera anónimo, y después puse a
trabajar al instinto hasta que me vi frente a aquel supermercado.
Allí estaba ella, cargada con más
bolsas de las que podía desplazar ni diez metros, embutida en su abrigo con
cuello de piel sintética, la permanente perfecta, modelo casco de combate
estelar o princesa Leia tras noche de parranda. Oteaba los alrededores en busca
de alguna presa, como tantas veces vi hacer a doña Julia. Era mi momento. Clavó
la mirada en mí unos cuantos pasos antes de llegar a su altura, pero la muy
inocente creyó ver a un pardillo de quien aprovecharse y no a una bestia
sanguinaria que algún día podría acabar con su vida. En cuanto pudo me
interpeló, me contó lo de que alguien iba a ir a ayudarla pero no había
aparecido, la tan manida treta. Ya entonces reparé en ellos, pero no le di
importancia a aquellos dos tipos de aspecto siniestro y desarrapado que
parecían observarnos con atención y cierto nerviosismo.
Acompañé a la señora durante un buen
rato, porque aún quiso detenerse en más establecimientos y aumentar mi carga
hasta el límite de lo humanamente soportable. A lo largo de toda aquella travesía
tan social como consumista, volví a ver a aquellos dos individuos en varias
ocasiones, siempre ocultos, atentos a nuestros movimientos, y ahí comencé a
ponerme nervioso. No los perdí de vista hasta llegar cerca de la casa de la
anciana, lo que supuso un alivio no sólo por el fin de aquel largo paseo sino
porque se trataba de un chalet y no un piso al que llegar tras una interminable
subida tan cargado como me tenían.
Estaba excitado, desbordado por un
marasmo interior. No tenía pensado hacer nada, no llevaba ni los guantes de
látex ni la pata de mesa, y había dejado demasiados testigos durante aquella
jornada, pero el simple hecho de ver la posibilidad tan cercana, tan real, era
una sensación indescriptible. El hechizo lo rompió un joven muy fornido, ceñudo
e increpador que, justo antes de llegar nosotros a la puerta, salió de la casa
para reprender a la señora por no haberlo esperado para ir a la compra y a mí
por ser supuestamente miembro de una conspiración de mendigos rufianes que se
aprovechaban de las circunstancias para sacarle una limosna y sustraer
productos de las bolsas, sobre todo vino. Yo lo negué todo, renuncié a
cualquier posible pago por mi buena obra e incluso me dejé zarandear para que
el joven estuviera seguro de que no llevaba nada oculto. No quedó muy
convencido con aquello, por lo que tuve que salir corriendo para no recibir más
de los dos o tres pescozones que ya me había dado.
Cuando por fin lo dejé atrás, me
debatía entre la excitación, la estupefacción, la ira y la vergüenza:
ciertamente había probado mi teoría, pero la posibilidad de encontrarme con
otro nieto de semejante vigor y agresividad añadía un nuevo problema con el que
no había contado; también estaba enfadado conmigo mismo por no haber estado
alerta, por haberme dejado ir viéndolo todo tan fácil, y el verme perseguido e
insultado por el muchacho no es que fuera a convertirse en uno de mis mejores
recuerdos… De todo este marasmo de sensaciones y reflexiones me sacó un empujón
que me chocó contra la pared.
Eran aquellos dos tipos, los que
llevaban todo el día siguiéndonos a la anciana y a mí, me habían atrapado. El
más grande de ellos me cogía por la pechera y me apretaba contra la pared, el
otro vigilaba para que no les sorprendieran en su asalto mientras me amenazaba
con un cuchillo de untar presuntamente afilado. Las palabras del que me cogía
la pechera me llegaban acompañadas de un hálito que bien podría proceder de un
cadáver en descomposición, y por ellas supe que la teoría de la conspiración de
mendigos era cierta, que aquellos dos sujetos eran los famosos rufianes, y que
yo, sin saberlo, me había inmiscuido en sus asuntos y les había estropeado el
negocio. Me exigían una compensación, que les diera la limosna de la buena
señora, pero yo no había aceptado la limosna, y el poco dinero que llevaba
encima no parecía contentarles, tampoco mis disculpas ni mi más sincero
arrepentimiento por la confusión.
Tuve que salir corriendo una vez más,
gritándoles mientras estuvieron a distancia de oírme que lo sentía, que me
dejaran en paz, que jamás volvería por allí. Lo que no hice fue avisarles de
que el nieto había prometido no faltar la próxima vez que la mujer volviera de
las compras y no dejar a nadie vivo;
eso prefiero que lo descubran por ellos mismos.
En fin, querido DCC, esto ha sido todo
por hoy. Y recuerden, estremecidos lectores, no pienso ir a visitarlos, el mundo es más interesante con ustedes
dentro.
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