Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

miércoles, noviembre 14, 2018

Mariano, asesino en serie novato - Día 7



Séptima entrega de las aventuras de "Mariano, asesino en serie novato". Hoy nos cuenta cómo fue su primera visita a su nuevo terapeuta, el doctor Perring...


Día 7


Agente Starling, ¿cree que puede diseccionarme con este burdo instrumento?, preguntó mi maestro en una ocasión, ofendido por el cuestionario que la agente le había pedido que rellenara en su primera entrevista. Hoy ha tenido lugar mi primera visita al doctor Perring y, aunque en un primer momento también me he sentido contrariado por los novedosos métodos del doctor, al final he salido relativamente satisfecho de su consulta.


Mi padre me despertó temprano con un Arriba pajillero que se me clavó en el alma. Siguió así un rato mientras me lavaba los dientes, me duchaba y me disponía a desayunar. Luego abrió su biblia deportiva y se olvidó de mí. Mi padre, aunque nunca haya tenido relación profesional con el mundillo, es un experto en fútbol, un perínclito teórico que, si le dejaran, sería capaz de llevar a un equipo de tullidos a las más altas glorias del balompié. Pero no le dejan. De hecho, ni siquiera puede verlo en directo. Se sacó el abono del equipo de sus amores una temporada pero, mediada ésta, recibió una llamada del club para presentarse en sus oficinas: al parecer, un numeroso grupo de aficionados cuyos asientos estaban relativamente cerca del suyo lo denunciaron por exaltado y plasta, y el club no tuvo otra opción que anular su abono. Es un incomprendido, y el hecho de que mi torpeza innata me haya imposibilitado jugar al fútbol y, con ello, ser la cabeza de puente hacia su ilusión, creo que lo ha predispuesto contra mí, aumentando su inquina.

Ya en el coche, sin diario deportivo a mano, mi padre volvió a las puyas, mientras mi madre se sumía en ese embelesamiento distante del que tanto tira a la hora de dejarme a merced de mi padre. Por suerte el trayecto no fue demasiado largo. El médico pasa consulta en su mismo domicilio, no muy lejos de mi hogar, en el primero derecha de una casa de vecinos, como anuncia la precaria placa colocada junto a los porterillos electrónicos. La mala impresión exterior se mantenía una vez accedimos al portal y subimos las escaleras, pero eso no parecía importarle a mis padres, que tenían magníficas referencias del galeno: según lo que habían escuchado, se trata de una eminencia de moda cuyos revolucionarios y novedosos métodos han conseguido grandes resultados en casos similares al mío. Además, y esto quizá fuera lo más importante, sus tarifas son menores que las de cualquier otro.

La primera impresión fuerte fue al llamar a la puerta. Ya en el descansillo, un olor como a campo, a vida silvestre, me había llamado la atención, pero no fue nada comparado con el coro de ladridos y aullidos de multitud de animales que se produjo una vez mi padre pulsó timbre. Tras unos instantes y unas cuantas voces, los ladridos se fueron apagando hasta perderse en la lejanía, y poco después el doctor abrió la puerta para recibirnos, evidenciando una vez más su desidia hacia todo lo relacionado con la imagen: vestía una bata de cuadros cubierta de pelos de todos los colores, la cara trasnochada, los ojos somnolientos, casi cerrados, redondeado todo por un aroma como a incienso y taberna. Nos acompañó a los tres hacia la salita de espera, donde se quedaron mis padres, y a mí me dijo que lo siguiera.

El despacho al que me llevó era una estancia tan descuidada como el resto de la casa, pero de aspecto más formal gracias a los diplomas y estanterías colmadas de libros que cubrían las paredes, entre todo lo cual destacaba una fotografía de grandes dimensiones que parecía presidir la estancia. Según me comentó, se trataba del doctor Cabrero, su padre intelectual y del que había adoptado metodología y procedimientos. Por eso, apartados de los demás libros, destacando entre ellos, estaba la colección de obras del famoso profesor, sobre todo la tetralogía de la que el doctor Perring había sacado las pautas para su tratamiento: “Cuéntame tus penas que verás cómo te las quito”, “O te curas… o te curo…”, “El guantazo a tiempo”, y la cuarta y última parte “Y ahora vuélvete a quejar”.

Curiosamente, fuel el médico el que se echó en el diván, cediéndome a mí la silla aneja. Según me dijo, el estar a gusto le ayuda a concentrarse, lo que daba sentido al copazo de anís que se había servido antes de echarse. Luego quedó en silencio por un rato, mirándome con aquellos ojos que no se podía saber a ciencia cierta si estaban abiertos o cerrados. Entonces me interpeló: Ahora me vas a contestar a una serie de preguntas que te voy a hacer y, si creo que me mientes, te voy a dar una somanta de palos que no vas a olvidar en tu vida. Ante mi estupefacción, se levantó, cogió una garrota que había apoyada en una de las esquinas y, no sin olvidarse de darme una colleja al pasar a mi lado, se volvió a echar en el diván, pasando la mirada de mí a la garrota y de a garrota a mí.

Como no podía ser de otra forma, fui contestando a sus preguntas con toda honestidad, en especial cada vez que me pillaba en renuncio y alzaba la garrota de forma amenazante. Me preguntó por mi infancia, por mi familia, posibles antecedentes. Yo le conté mis recuerdos y le hablé del tío Aurelio, encerrado en un sanatorio por darle caramelos a chiquillos, entre ellos yo, y por otras cosas menos amables. Después seguimos con mi adolescencia, los primeros problemas serios y mis visitas al doctor chispas. Por último, cuando llegamos a la actualidad, me preguntó por las revistas y la cuerda. Yo aquí pensé seguir con mi versión previa, la que mantuve frente a mis padres, pero la visión de aquella garrota y la promesa punitiva del médico me intimidó y me obligó a admitirlo todo. Curiosamente, él no se tomó a mal lo de mi activismo onanista, de hecho me animó a ello argumentando que no le hacía mal a nadie, que me mantendría relajado y que era bueno para la próstata.

Poco más dio de sí esta primera visita. Al parecer el doctor estaba un poco cansado y, como aquello se trataba sólo de un primer contacto y él cobra por visitas y no por horas, ya era suficiente. Me despidió con buenas palabras, me dijo que ve potencial en mí, pero que lo mismo es potencial para cometer estupideces y meterme en líos, que no lo tiene claro. Después nos marchamos de allí, quedando citados para la semana siguiente a la misma hora.

En fin, esto ha sido todo por hoy, querido DCC. Y recuerden, estremecidos lectores, no pienso ir a visitarlos, el mundo es más interesante con ustedes dentro.

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