Séptima entrega de las aventuras de "Mariano, asesino en serie novato". Hoy nos cuenta cómo fue su primera visita a su nuevo terapeuta, el doctor Perring... |
Día
7
Agente
Starling, ¿cree que puede diseccionarme con este burdo instrumento?, preguntó mi maestro en una ocasión,
ofendido por el cuestionario que la agente le había pedido que rellenara en su
primera entrevista. Hoy ha tenido lugar mi primera visita al doctor Perring y,
aunque en un primer momento también me he sentido contrariado por los novedosos
métodos del doctor, al final he salido relativamente satisfecho de su consulta.
Mi padre me despertó temprano con un Arriba pajillero que se me clavó en el
alma. Siguió así un rato mientras me lavaba los dientes, me duchaba y me
disponía a desayunar. Luego abrió su biblia deportiva y se olvidó de mí. Mi
padre, aunque nunca haya tenido relación profesional con el mundillo, es un
experto en fútbol, un perínclito teórico que, si le dejaran, sería capaz de
llevar a un equipo de tullidos a las más altas glorias del balompié. Pero no le
dejan. De hecho, ni siquiera puede verlo en directo. Se sacó el abono del
equipo de sus amores una temporada pero, mediada ésta, recibió una llamada del
club para presentarse en sus oficinas: al parecer, un numeroso grupo de
aficionados cuyos asientos estaban relativamente cerca del suyo lo denunciaron
por exaltado y plasta, y el club no tuvo otra opción que anular su abono. Es un
incomprendido, y el hecho de que mi torpeza innata me haya imposibilitado jugar
al fútbol y, con ello, ser la cabeza de puente hacia su ilusión, creo que lo ha
predispuesto contra mí, aumentando su inquina.
Ya en el coche, sin diario deportivo a
mano, mi padre volvió a las puyas, mientras mi madre se sumía en ese
embelesamiento distante del que tanto tira a la hora de dejarme a merced de mi
padre. Por suerte el trayecto no fue demasiado largo. El médico pasa consulta
en su mismo domicilio, no muy lejos de mi hogar, en el primero derecha de una
casa de vecinos, como anuncia la precaria placa colocada junto a los
porterillos electrónicos. La mala impresión exterior se mantenía una vez
accedimos al portal y subimos las escaleras, pero eso no parecía importarle a
mis padres, que tenían magníficas referencias del galeno: según lo que habían
escuchado, se trata de una eminencia de moda cuyos revolucionarios y novedosos
métodos han conseguido grandes resultados en casos similares al mío. Además, y
esto quizá fuera lo más importante, sus tarifas son menores que las de
cualquier otro.
La primera impresión fuerte fue al
llamar a la puerta. Ya en el descansillo, un olor como a campo, a vida
silvestre, me había llamado la atención, pero no fue nada comparado con el coro
de ladridos y aullidos de multitud de animales que se produjo una vez mi padre
pulsó timbre. Tras unos instantes y unas cuantas voces, los ladridos se fueron
apagando hasta perderse en la lejanía, y poco después el doctor abrió la puerta
para recibirnos, evidenciando una vez más su desidia hacia todo lo relacionado
con la imagen: vestía una bata de cuadros cubierta de pelos de todos los
colores, la cara trasnochada, los ojos somnolientos, casi cerrados, redondeado
todo por un aroma como a incienso y taberna. Nos acompañó a los tres hacia la
salita de espera, donde se quedaron mis padres, y a mí me dijo que lo siguiera.
El despacho al que me llevó era una estancia
tan descuidada como el resto de la casa, pero de aspecto más formal gracias a
los diplomas y estanterías colmadas de libros que cubrían las paredes, entre todo
lo cual destacaba una fotografía de grandes dimensiones que parecía presidir la
estancia. Según me comentó, se trataba del doctor Cabrero, su padre intelectual
y del que había adoptado metodología y procedimientos. Por eso, apartados de
los demás libros, destacando entre ellos, estaba la colección de obras del
famoso profesor, sobre todo la tetralogía de la que el doctor Perring había
sacado las pautas para su tratamiento: “Cuéntame tus penas que verás cómo te
las quito”, “O te curas… o te curo…”, “El guantazo a tiempo”, y la cuarta y
última parte “Y ahora vuélvete a quejar”.
Curiosamente, fuel el médico el que se
echó en el diván, cediéndome a mí la silla aneja. Según me dijo, el estar a
gusto le ayuda a concentrarse, lo que daba sentido al copazo de anís que se
había servido antes de echarse. Luego quedó en silencio por un rato, mirándome
con aquellos ojos que no se podía saber a ciencia cierta si estaban abiertos o
cerrados. Entonces me interpeló: Ahora me
vas a contestar a una serie de preguntas que te voy a hacer y, si creo que me
mientes, te voy a dar una somanta de palos que no vas a olvidar en tu vida. Ante
mi estupefacción, se levantó, cogió una garrota que había apoyada en una de las
esquinas y, no sin olvidarse de darme una colleja al pasar a mi lado, se volvió
a echar en el diván, pasando la mirada de mí a la garrota y de a garrota a mí.
Como no podía ser de otra forma, fui
contestando a sus preguntas con toda honestidad, en especial cada vez que me
pillaba en renuncio y alzaba la garrota de forma amenazante. Me preguntó por mi
infancia, por mi familia, posibles antecedentes. Yo le conté mis recuerdos y le
hablé del tío Aurelio, encerrado en un sanatorio por darle caramelos a
chiquillos, entre ellos yo, y por otras cosas menos amables. Después seguimos
con mi adolescencia, los primeros problemas serios y mis visitas al doctor
chispas. Por último, cuando llegamos a la actualidad, me preguntó por las
revistas y la cuerda. Yo aquí pensé seguir con mi versión previa, la que
mantuve frente a mis padres, pero la visión de aquella garrota y la promesa
punitiva del médico me intimidó y me obligó a admitirlo todo. Curiosamente, él
no se tomó a mal lo de mi activismo onanista, de hecho me animó a ello
argumentando que no le hacía mal a nadie, que me mantendría relajado y que era
bueno para la próstata.
Poco más dio de sí esta primera
visita. Al parecer el doctor estaba un poco cansado y, como aquello se trataba
sólo de un primer contacto y él cobra por visitas y no por horas, ya era
suficiente. Me despidió con buenas palabras, me dijo que ve potencial en mí,
pero que lo mismo es potencial para cometer estupideces y meterme en líos, que
no lo tiene claro. Después nos marchamos de allí, quedando citados para la
semana siguiente a la misma hora.
En fin, esto ha sido todo por hoy,
querido DCC. Y recuerden, estremecidos lectores, no pienso ir a visitarlos, el mundo es más interesante con ustedes
dentro.
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