Hay personas que sólo quieren ser escuchadas, y ni eso consiguen... |
Yo conocí al guanche una noche de mi
adolescencia, cuando aún era suficientemente joven como para creerme sus
historias. Porque él era un hombre de historias, de narrar, de vivir todo lo
posible para tener siempre algo que contar, ya fueran anécdotas de las alegres
o de las otras. Era verano, o finales de primavera, un día cálido de vacaciones
o fin de semana de esos en los que yo salía por ahí con mis amigos. En aquella
época de rituales, el primero de todos una vez se unían nuestros pasos hacia el
centro era beber cerveza en unos jardines públicos que estaban a medio camino.
Compartíamos un litro entre tres, a veces dos entre cuatro, rebelándonos a cada
trago y fumando nuestros primeros cigarros, pensando en dejar atrás aquella
adolescencia que más adelante echaríamos tanto de menos.
Él se acercó de improviso, sorprendiéndonos e
interrumpiendo una de aquellas charlas banales que por entonces nos parecían
tan importantes. Dijo que se llamaba Julio y que era un guanche perdido entre
godos, y aunque ninguno de nosotros cogió el chiste, su sonrisa contagiosa, su
mirada cómplice, y sobre todo su acento, ese delicioso acento canario que suena
a Cuba, o viceversa, nos hizo seguirle el juego y abrirle un pequeño hueco en
nuestra reunión. Tenía el virtuoso defecto de querer contar más de lo que podía
decir con palabras, y resultaba hipnótico tratar de sacar las historias de
aquel torrente que salía de su boca. En realidad había venido a por unos tragos
y un cigarro, quizá unos minutos de compañía y alguna sonrisa aunque fuera
falsa, y a cambio estaba dispuesto a contarnos todo lo que su mente fuera capaz
de recordar o inventar mientras estuviera con nosotros. Lo que más claro nos
quedó desde el principio es que se dirigía a Francia con poco más que su
mochila al hombro, sus ilusiones a cuestas y una fe en la humanidad que él
resumía en su “la gente se enrolla”. Al parecer tenía parientes en el país
vecino, y un futuro medio asegurado, y tiempo para pensar y distancia balsámica
con un amor que le había dejado el corazón roto y del que no quería hablar,
aunque no dejara de hacerlo. Esa fue su carta de presentación, poco más.
Nosotros nos marchamos para comenzar con nuestra fiesta dejándole los restos de
la cerveza y unos estrechones de manos que, por la efusividad con que los devolvía,
debían hacerle mucha falta.
Pasó un tiempo hasta que volvimos a ver al
guanche, más por él, pues si bien no hacía más de dos meses de aquel primer
encuentro, nuestro amigo parecía haber envejecido varios años. De nuevo nos
sorprendió, esta vez en zona de bares y botellonas, de chavales y chavalas en
busca de algo que recordar al día siguiente. En esa ocasión éramos más los
reunidos, y algunos de los que aún no conocían al guanche eran personas de más
difícil acceso, algunos porque la juventud les empujaba demasiado a marcar su
territorio, otros porque nunca fueron ni serán seres empáticos. El caso es que
al pobre guanche no se le dio mucha bola en aquella charla, y eso que él venía
a ofrecer el litro de cerveza que seguro le había costado mucho comprar, y la
historia de cómo había perdido la mochila, o se la habían quitado, que también
tenía que ver con las contusiones medio sanadas de su rostro. A pesar de que
los que le conocíamos le escuchábamos, los gestos y desplantes de otros le
desanimaron rápido, y a poco del enésimo bufido y la última risita distante el
guanche recordó una cita urgente y se despidió con una sonrisa afectada y un
gesto a medio camino entre el enfado y la súplica.
Supongo que después de aquello me olvidé del
guanche. Seguro que estaba tan acostumbrado a que lo olvidaran que ni lo notó.
La imagen de aquel guanche entre godos que decía que la gente se enrollaba
siempre no duró mucho entre el aluvión de recuerdos intensos de una época como
aquella. Y los años pasaron, y yo ya era otro distinto cuando el único amigo
para siempre que me restaba de por entonces me llamó la atención en otra noche de salida, en
otro fin de semana del siguiente milenio. Cerca del local frente al que
hacíamos cola para acceder se había montado una trifulca. Un grupo de chavales
había agredido a un mendigo que lloraba unos metros más allá. Lo delató su
acento. Al guanche le sangraba la boca, y gritaba, se lamentaba diciendo que
sólo quería charlar, que no pretendía quitarle nada a nadie, que para eso tenía
su brick, y lo enseñaba, y se quejaba cuando llegó la policía. Parecía haber
perdido el brillo vivo de su mirada, quizá lo llevara guardado en el brick de
vino que custodiaba en su regazo mientras la policía lo interrogaba. Por lo que
fuera seguía sin llegar a Francia, y aún buscaba a alguien dispuesto a escuchar
sus historias y estrecharle la mano para recordarle que aún quedaba gente al
otro lado de sus ojos.
Así fue siempre el guanche para mí, un personaje
que aparecía en capítulos dispersos de mi historia, en escenas sueltas, sin
cerrar ningún arco argumental. Después de muchos años, en uno de esos
encuentros con amigos de la juventud que te recuerdan lo viejo que eres, un
colega de cuando las litronas y los cigarros de mi adolescencia volvió a traer
al guanche a mi recuerdo. Trabaja en el depósito de cadáveres, y por casualidad
reconoció a un mendigo muerto por neumonía que llevaron allí el mes pasado. Mi
amigo se reía, no sé por qué, yo sentí un pellizco dentro, leve, como la pena
del que ve el dolor desde lejos, del que comprende, pero sin llegar a sentir.
No resultó difícil averiguar dónde estaba la
fosa común en la que habían enterrado al guanche, y desde entonces, aun
sabiendo que ya no sirve para nada y que sigo siendo uno más de los que le
deben una disculpa y ese abrazo que siempre necesitó, suelo venir aquí a pasar el
rato, a darle tiempo al guanche para que relate su historia, para que me diga
por qué nunca llegó a Francia y me cuente sobre ese amor perdido del que nunca
quiso hablar.
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