Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, febrero 16, 2019

Un guanche entre godos



Hay personas que sólo quieren ser escuchadas, y ni eso consiguen...




Yo conocí al guanche una noche de mi adolescencia, cuando aún era suficientemente joven como para creerme sus historias. Porque él era un hombre de historias, de narrar, de vivir todo lo posible para tener siempre algo que contar, ya fueran anécdotas de las alegres o de las otras. Era verano, o finales de primavera, un día cálido de vacaciones o fin de semana de esos en los que yo salía por ahí con mis amigos. En aquella época de rituales, el primero de todos una vez se unían nuestros pasos hacia el centro era beber cerveza en unos jardines públicos que estaban a medio camino. Compartíamos un litro entre tres, a veces dos entre cuatro, rebelándonos a cada trago y fumando nuestros primeros cigarros, pensando en dejar atrás aquella adolescencia que más adelante echaríamos tanto de menos.

Él se acercó de improviso, sorprendiéndonos e interrumpiendo una de aquellas charlas banales que por entonces nos parecían tan importantes. Dijo que se llamaba Julio y que era un guanche perdido entre godos, y aunque ninguno de nosotros cogió el chiste, su sonrisa contagiosa, su mirada cómplice, y sobre todo su acento, ese delicioso acento canario que suena a Cuba, o viceversa, nos hizo seguirle el juego y abrirle un pequeño hueco en nuestra reunión. Tenía el virtuoso defecto de querer contar más de lo que podía decir con palabras, y resultaba hipnótico tratar de sacar las historias de aquel torrente que salía de su boca. En realidad había venido a por unos tragos y un cigarro, quizá unos minutos de compañía y alguna sonrisa aunque fuera falsa, y a cambio estaba dispuesto a contarnos todo lo que su mente fuera capaz de recordar o inventar mientras estuviera con nosotros. Lo que más claro nos quedó desde el principio es que se dirigía a Francia con poco más que su mochila al hombro, sus ilusiones a cuestas y una fe en la humanidad que él resumía en su “la gente se enrolla”. Al parecer tenía parientes en el país vecino, y un futuro medio asegurado, y tiempo para pensar y distancia balsámica con un amor que le había dejado el corazón roto y del que no quería hablar, aunque no dejara de hacerlo. Esa fue su carta de presentación, poco más. Nosotros nos marchamos para comenzar con nuestra fiesta dejándole los restos de la cerveza y unos estrechones de manos que, por la efusividad con que los devolvía, debían hacerle mucha falta.

Pasó un tiempo hasta que volvimos a ver al guanche, más por él, pues si bien no hacía más de dos meses de aquel primer encuentro, nuestro amigo parecía haber envejecido varios años. De nuevo nos sorprendió, esta vez en zona de bares y botellonas, de chavales y chavalas en busca de algo que recordar al día siguiente. En esa ocasión éramos más los reunidos, y algunos de los que aún no conocían al guanche eran personas de más difícil acceso, algunos porque la juventud les empujaba demasiado a marcar su territorio, otros porque nunca fueron ni serán seres empáticos. El caso es que al pobre guanche no se le dio mucha bola en aquella charla, y eso que él venía a ofrecer el litro de cerveza que seguro le había costado mucho comprar, y la historia de cómo había perdido la mochila, o se la habían quitado, que también tenía que ver con las contusiones medio sanadas de su rostro. A pesar de que los que le conocíamos le escuchábamos, los gestos y desplantes de otros le desanimaron rápido, y a poco del enésimo bufido y la última risita distante el guanche recordó una cita urgente y se despidió con una sonrisa afectada y un gesto a medio camino entre el enfado y la súplica.

Supongo que después de aquello me olvidé del guanche. Seguro que estaba tan acostumbrado a que lo olvidaran que ni lo notó. La imagen de aquel guanche entre godos que decía que la gente se enrollaba siempre no duró mucho entre el aluvión de recuerdos intensos de una época como aquella. Y los años pasaron, y yo ya era otro distinto cuando el único amigo para siempre que me restaba de por entonces me llamó la atención en otra noche de salida, en otro fin de semana del siguiente milenio. Cerca del local frente al que hacíamos cola para acceder se había montado una trifulca. Un grupo de chavales había agredido a un mendigo que lloraba unos metros más allá. Lo delató su acento. Al guanche le sangraba la boca, y gritaba, se lamentaba diciendo que sólo quería charlar, que no pretendía quitarle nada a nadie, que para eso tenía su brick, y lo enseñaba, y se quejaba cuando llegó la policía. Parecía haber perdido el brillo vivo de su mirada, quizá lo llevara guardado en el brick de vino que custodiaba en su regazo mientras la policía lo interrogaba. Por lo que fuera seguía sin llegar a Francia, y aún buscaba a alguien dispuesto a escuchar sus historias y estrecharle la mano para recordarle que aún quedaba gente al otro lado de sus ojos.

Así fue siempre el guanche para mí, un personaje que aparecía en capítulos dispersos de mi historia, en escenas sueltas, sin cerrar ningún arco argumental. Después de muchos años, en uno de esos encuentros con amigos de la juventud que te recuerdan lo viejo que eres, un colega de cuando las litronas y los cigarros de mi adolescencia volvió a traer al guanche a mi recuerdo. Trabaja en el depósito de cadáveres, y por casualidad reconoció a un mendigo muerto por neumonía que llevaron allí el mes pasado. Mi amigo se reía, no sé por qué, yo sentí un pellizco dentro, leve, como la pena del que ve el dolor desde lejos, del que comprende, pero sin llegar a sentir.

No resultó difícil averiguar dónde estaba la fosa común en la que habían enterrado al guanche, y desde entonces, aun sabiendo que ya no sirve para nada y que sigo siendo uno más de los que le deben una disculpa y ese abrazo que siempre necesitó, suelo venir aquí a pasar el rato, a darle tiempo al guanche para que relate su historia, para que me diga por qué nunca llegó a Francia y me cuente sobre ese amor perdido del que nunca quiso hablar.


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