Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

sábado, mayo 04, 2019

El tesoro de Aurelio



Relato inspirado en una historia ocurrida en algún lugar de Extremadura…



Aurelio era un hombre de tesón, de trabajo y sudor, de manos llenas de callos y ojos entornados frente a un sol severo. Aurelio era ancho de espaldas y de miras, corto de piernas y largo en ilusiones. Esto último lo tenía acentuado desde que comenzó a soñar con el tesoro, de tantas noches dando vueltas en la cama imaginando que lo hacía sobre una montaña de riquezas. Sancha, su mujer, ya había protestado por ello, incluso le había tirado del lecho en una ocasión, amenazándole con desterrarlo de la alcoba si no se olvidaba de su obsesión para que ésta no acabara prendiéndose en sus sueños. Pero Aurelio era de ideas fijas y tenía alma de mulo, por eso no le importaba cargarse de trabajo y obligaciones, ceder en todo lo cedible y, aun así, sacar luego un rato de más trabajo con el que alimentar el fuego de sus ilusiones, las que de últimas no le abandonaban ni despierto ni dormido.

En el pueblo lo llamaban La chepa de Judas, en la comarca, Los Sillares, y más allá no lo llamaban de ninguna manera porque no aparecía en los mapas por ser insignificante. Para Aurelio, sin embargo, era una señal, una marca camuflada en la piedra que escondía el secreto de un tesoro antiguo, de tiempos en que el oro se peleaba con espadas y arcos. Aquella formación rocosa, como una cresta de piedra labrada surgida de las profundidades para advertir de lo que esperaba más abajo, lindaba con sus tierras, en cierto punto era lo que mediaba entre lo suyo y lo de todos, de ahí sus prisas por llegar antes que ninguno.

El primero que vio a Aurelio cavando junto a La chepa de Judas fue Antonio el lechero, que pasaba temprano, casi al alba, por el camino que lindaba con sus tierras. Los buenos días le fueron respondidos de buenas maneras, pero las preguntas ya no tanto. Aurelio desconfiaba hasta de su propia sombra, pensaba que si alguno se había enterado de lo de sus sueños seguro que se interesaba por lo que había debajo de La chepa, y eso tenía que evitarlo. Despidió al lechero de aquella manera, dejándole la sensación de tener alguna cuenta pendiente o de que se traía algo entre manos. Pero no le importó, él quería hacer fortuna, no amigos, y la fortuna le esperaba allí abajo, detrás de muchas paladas en las que esperaba que ni el lechero ni ningún otro se le pudiera adelantar.

La guerra estalló poco tiempo después de que la locura de Aurelio el del tesoro se hiciera famosa en muchos pueblos a la redonda. Al principio hubo algunos de la capital que vinieron a verlo como si de un espectáculo se tratara, el del orate que había soñado con un tesoro escondido bajo unas rocas y al que todos los días se le veía cavar junto a La chepa, el de la familia que lloraba porque su patriarca se dejaba la vida persiguiendo una ilusión. Pero cuando la contienda se recrudeció y las ganas de alegrías se acabaron, los cuerdos dejaron al loco con sus locuras, ya tenían suficiente con prepararse para lo que les esperaba.

Los sublevados tomaron la comarca unos meses después de empezar las hostilidades, y cuando la primera línea se trasladó hacia otros pagos, los que rapiñaban en la retaguardia para mantener suministrado el frente pasaron por el pueblo y se llevaron todo lo que pudieron. Pasaron por todas las casas, dejando apenas lo imprescindible para subsistir a unos pobres civiles que nunca habían pedido guerra como para tener que cargar con el peso de ésta. También se llevaron a muchos hombres, a algunos para que lucharan por las ideas y las ambiciones de los que mandaban en la sublevación, a otros para cortarles la vida y dejar sus historias enterradas en las cunetas de las carreteras.

De todos los hogares se llevaron algo menos de uno, el de Aurelio, porque allí no había casi nada. Cuando llegaron a su casa ya habían oído noticias acerca del loco del tesoro, y las lágrimas de Sancha y sus niños les confirmaron la historia. Aun así quisieron ir a verlo con sus propios ojos. Llegaron a La chepa de Judas y vieron el gran agujero y los muchos montículos de arena que Aurelio iba sembrando por todo el lugar, también vieron al loco al que venían buscando, cubierto de tierra, esperándolos con la pala en la mano y el brillo de la fiebre en los ojos. Uno de Cádiz, un cabo guasón que tenía ganas de divertirse y divertir a sus compañeros le dio carrete a Aurelio para que hablara, para que diera rienda suelta a su locura, y éste lo hizo como si estuviera esperando que le brindaran la oportunidad. Les contó lo del sueño que se le repetía cada noche, lo del tesoro escondido bajo aquellas rocas y que algún día tenía que encontrar. Todos se rieron de él, sobre todo el cabo, que animaba a los demás. Pero a Aurelio no le importaban aquellas risas, las aceptaba de buen talante, aunque sin acompañarlas. Estaba guardando sus risas para más tarde, para cuando se hubieran acabado las de los soldados igual que se acabaron las de sus vecinos y los que vinieron de la capital, para cuando sólo quedaran las suyas y valieran más que ninguna por ser las últimas.

El hambre se extendió por la comarca, las necesidades se hicieron angustiosas para todos, y el final de la guerra no significó el de las penurias, ni siquiera el que se suavizaran. A todos se les notaba el hambre en la cara, en los pómulos señalados, en los ojos hundidos. A todos se les notaba por lo que estaban pasando, menos a la familia de Aurelio. Su mujer no perdía ocasión de quejarse ante los vecinos por la locura de su marido, pero sus hijos no decían nada, como si les diera vergüenza o tuvieran prohibido hablar de lo que su padre hacía en La chepa de Judas. Eso sí, los niños aún tenían ese color rosado, saludable, que ya no se veía en ningún rostro del pueblo, Sancha seguía tan hermosa como siempre, como si las penas por las que tanto se quejaba no le pesaran, como si no tuviera un marido loco.

La gente empezó a sospechar, los años más negros habían pasado, pero ahora venían los grises, y nada de eso se notaba en casa de Aurelio. Muchos niños habían muerto a poco de nacer, pero él había tenido otro que nació sano y creció tan fuerte y sonrosado como sus dos hermanos mayores. No fueron pocos los que varias veces al día se pasaban por La chepa para observarlo, para ver si el loco no lo era tanto y al final había encontrado un tesoro de verdad. Pero nadie, por mucho que miraran, era capaz de ver más allá del loco y su locura.

Hubo un bracero llamado Fermín, más desconfiado y audaz que los demás, más hambriento, que incluso se atrevió a visitar La chepa por la noche. Pero salió de allí espantado, dijo haber visto luces y figuras oscuras, la Procesión de Almas de la que hablaba la tradición. Cuando fueron a preguntarle a Aurelio por aquello, su silencio nervioso, su reticencia a hablar sobre el asunto, dio pábulo a que incluso se hablara de una maldición, pero la cosa no fue mucho más allá.

Lo más crudo de la posguerra pasó por fin, el racionamiento se acabó, y los que ni así conseguían prosperar decidieron sumarse a los que marchaban lejos, al extranjero, en busca de un nuevo futuro. Sorpresivamente, Aurelio fue uno de los primeros en preparar su marcha. Vendió su casa, sus tierras y todo lo que le quedaba, montó a los suyos en dos carromatos mucho más cargados que las famélicas carretas de otros o de las tristes maletas de los que viajarían en tren, y se fue de allí. No dio cuentas a nadie de su decisión, ni de dónde había salido todo lo que se veía en los carros.

Con el único que habló fue con Pedro el del molino, quien le había comprado las tierras, la casa y todo el mobiliario, y lo hizo porque el molinero no quiso aprovecharse de la situación ofreciéndole mucho menos de lo que valía lo que compraba, era un hombre bueno. Pedro le preguntó lo que todos le hubieran preguntado, por qué dejaba su tesoro, por qué había dejado de creer en sus sueños. Aurelio, después de soltar las primera carcajadas que se le habían escuchado en lustros, le dijo a su vecino que había dejado de creer en el tesoro a poco de empezar la guerra, pero que le encontró uso el día que vinieron los militares a requisarlo todo, y el negocio poco después, cuando llegó la carestía y el racionamiento. Después le dio un par de palmadas en el hombro al del molino y se fue a Francia con los suyos y aquellos dos carromatos tan cargados.

Pedro se puso manos a la obra con sus nuevas propiedades. Primero reformó la casa y le dio vida a los campos, tenía dinero que había ganado en la capital y podía permitírselo. Después le tocó el turno al desaguisado de La chepa, y para solucionarlo contrató a unos cuantos que volvieran a meter todos aquellos montículos de tierra en el agujero que Aurelio había hecho junto a las rocas. A poco de empezar los peones se dieron cuenta de que en el gran agüero sólo cabía una parte de toda la arena allí acumulada, y más tarde, de que debajo de decenas de aquellos montículos había excavadas fresqueras en las que cabía toda la tierra que sobraba. Pedro sospechó de aquello y de las palabras de Aurelio, pero tenía prisa por acabar la reforma que había empezado y mandó tapar todas aquellas fresqueras que, sin que él llegara a saberlo nunca, fueron durante un tiempo la principal posta del estraperlo que llegaba de Portugal en dirección a la capital y otras ciudades más al este.

Aurelio estuvo riéndose todo el camino desde su pueblo hasta Francia, riéndose de todos los que se habían reído a su costa y después habían vivido una pesadilla mientras él nunca había dejado de vivir su sueño, riéndose con la fuerza y las ganas del que sabe que sus risas, por ser las últimas, son las que más valen.


2 comentarios:

David Rubio dijo...

¡Qué buena historia! Desde luego hace bueno el dicho aquel: "Ande yo caliente y ríase la gente. El cuento lo tiene todo, de esos que te quedas clavado a su lectura y esta te fluye como si fuera contada por alguien al calor de una hoguera. Me encantó. ¡Saludos!

Manuel Mije dijo...

Muchas gracias, David. Y gracias también al señor que me contó lo del paisano que tuvo los sueños y la ocurrencia de buscar un tesoro.

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