Relato
inspirado en una historia ocurrida en algún lugar de Extremadura…
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Aurelio era un hombre de tesón, de trabajo y
sudor, de manos llenas de callos y ojos entornados frente a un sol severo.
Aurelio era ancho de espaldas y de miras, corto de piernas y largo en
ilusiones. Esto último lo tenía acentuado desde que comenzó a soñar con el
tesoro, de tantas noches dando vueltas en la cama imaginando que lo hacía sobre
una montaña de riquezas. Sancha, su mujer, ya había protestado por ello, incluso
le había tirado del lecho en una ocasión, amenazándole con desterrarlo de la
alcoba si no se olvidaba de su obsesión para que ésta no acabara prendiéndose
en sus sueños. Pero Aurelio era de ideas fijas y tenía alma de mulo, por eso no
le importaba cargarse de trabajo y obligaciones, ceder en todo lo cedible y,
aun así, sacar luego un rato de más trabajo con el que alimentar el fuego de
sus ilusiones, las que de últimas no le abandonaban ni despierto ni dormido.
En el pueblo lo llamaban La chepa de Judas,
en la comarca, Los Sillares, y más allá no lo llamaban de ninguna manera porque
no aparecía en los mapas por ser insignificante. Para Aurelio, sin embargo, era
una señal, una marca camuflada en la piedra que escondía el secreto de un
tesoro antiguo, de tiempos en que el oro se peleaba con espadas y arcos.
Aquella formación rocosa, como una cresta de piedra labrada surgida de las
profundidades para advertir de lo que esperaba más abajo, lindaba con sus
tierras, en cierto punto era lo que mediaba entre lo suyo y lo de todos, de ahí
sus prisas por llegar antes que ninguno.
El primero que vio a Aurelio cavando junto a
La chepa de Judas fue Antonio el lechero, que pasaba temprano, casi al alba,
por el camino que lindaba con sus tierras. Los buenos días le fueron
respondidos de buenas maneras, pero las preguntas ya no tanto. Aurelio
desconfiaba hasta de su propia sombra, pensaba que si alguno se había enterado
de lo de sus sueños seguro que se interesaba por lo que había debajo de La
chepa, y eso tenía que evitarlo. Despidió al lechero de aquella manera,
dejándole la sensación de tener alguna cuenta pendiente o de que se traía algo
entre manos. Pero no le importó, él quería hacer fortuna, no amigos, y la
fortuna le esperaba allí abajo, detrás de muchas paladas en las que esperaba
que ni el lechero ni ningún otro se le pudiera adelantar.
La guerra estalló poco tiempo después de que
la locura de Aurelio el del tesoro se hiciera famosa en muchos pueblos a la
redonda. Al principio hubo algunos de la capital que vinieron a verlo como si
de un espectáculo se tratara, el del orate que había soñado con un tesoro
escondido bajo unas rocas y al que todos los días se le veía cavar junto a La
chepa, el de la familia que lloraba porque su patriarca se dejaba la vida
persiguiendo una ilusión. Pero cuando la contienda se recrudeció y las ganas de
alegrías se acabaron, los cuerdos dejaron al loco con sus locuras, ya tenían
suficiente con prepararse para lo que les esperaba.
Los sublevados tomaron la comarca unos meses
después de empezar las hostilidades, y cuando la primera línea se trasladó
hacia otros pagos, los que rapiñaban en la retaguardia para mantener
suministrado el frente pasaron por el pueblo y se llevaron todo lo que
pudieron. Pasaron por todas las casas, dejando apenas lo imprescindible para
subsistir a unos pobres civiles que nunca habían pedido guerra como para tener
que cargar con el peso de ésta. También se llevaron a muchos hombres, a algunos
para que lucharan por las ideas y las ambiciones de los que mandaban en la
sublevación, a otros para cortarles la vida y dejar sus historias enterradas en
las cunetas de las carreteras.
De todos los hogares se llevaron algo menos
de uno, el de Aurelio, porque allí no había casi nada. Cuando llegaron a su
casa ya habían oído noticias acerca del loco del tesoro, y las lágrimas de
Sancha y sus niños les confirmaron la historia. Aun así quisieron ir a verlo con
sus propios ojos. Llegaron a La chepa de Judas y vieron el gran agujero y los
muchos montículos de arena que Aurelio iba sembrando por todo el lugar, también
vieron al loco al que venían buscando, cubierto de tierra, esperándolos con la
pala en la mano y el brillo de la fiebre en los ojos. Uno de Cádiz, un cabo
guasón que tenía ganas de divertirse y divertir a sus compañeros le dio carrete
a Aurelio para que hablara, para que diera rienda suelta a su locura, y éste lo
hizo como si estuviera esperando que le brindaran la oportunidad. Les contó lo
del sueño que se le repetía cada noche, lo del tesoro escondido bajo aquellas
rocas y que algún día tenía que encontrar. Todos se rieron de él, sobre todo el
cabo, que animaba a los demás. Pero a Aurelio no le importaban aquellas risas,
las aceptaba de buen talante, aunque sin acompañarlas. Estaba guardando sus
risas para más tarde, para cuando se hubieran acabado las de los soldados igual
que se acabaron las de sus vecinos y los que vinieron de la capital, para
cuando sólo quedaran las suyas y valieran más que ninguna por ser las últimas.
El hambre se extendió por la comarca, las
necesidades se hicieron angustiosas para todos, y el final de la guerra no
significó el de las penurias, ni siquiera el que se suavizaran. A todos se les
notaba el hambre en la cara, en los pómulos señalados, en los ojos hundidos. A
todos se les notaba por lo que estaban pasando, menos a la familia de Aurelio. Su
mujer no perdía ocasión de quejarse ante los vecinos por la locura de su
marido, pero sus hijos no decían nada, como si les diera vergüenza o tuvieran
prohibido hablar de lo que su padre hacía en La chepa de Judas. Eso sí, los
niños aún tenían ese color rosado, saludable, que ya no se veía en ningún
rostro del pueblo, Sancha seguía tan hermosa como siempre, como si las penas
por las que tanto se quejaba no le pesaran, como si no tuviera un marido loco.
La gente empezó a sospechar, los años más
negros habían pasado, pero ahora venían los grises, y nada de eso se notaba en
casa de Aurelio. Muchos niños habían muerto a poco de nacer, pero él había
tenido otro que nació sano y creció tan fuerte y sonrosado como sus dos
hermanos mayores. No fueron pocos los que varias veces al día se pasaban por La
chepa para observarlo, para ver si el loco no lo era tanto y al final había
encontrado un tesoro de verdad. Pero nadie, por mucho que miraran, era capaz de
ver más allá del loco y su locura.
Hubo un bracero llamado Fermín, más
desconfiado y audaz que los demás, más hambriento, que incluso se atrevió a
visitar La chepa por la noche. Pero salió de allí espantado, dijo haber visto
luces y figuras oscuras, la Procesión de Almas de la que hablaba la tradición. Cuando
fueron a preguntarle a Aurelio por aquello, su silencio nervioso, su reticencia
a hablar sobre el asunto, dio pábulo a que incluso se hablara de una maldición,
pero la cosa no fue mucho más allá.
Lo más crudo de la posguerra pasó por fin, el
racionamiento se acabó, y los que ni así conseguían prosperar decidieron
sumarse a los que marchaban lejos, al extranjero, en busca de un nuevo futuro.
Sorpresivamente, Aurelio fue uno de los primeros en preparar su marcha. Vendió
su casa, sus tierras y todo lo que le quedaba, montó a los suyos en dos
carromatos mucho más cargados que las famélicas carretas de otros o de las tristes
maletas de los que viajarían en tren, y se fue de allí. No dio cuentas a nadie
de su decisión, ni de dónde había salido todo lo que se veía en los carros.
Con el único que habló fue con Pedro el del
molino, quien le había comprado las tierras, la casa y todo el mobiliario, y lo
hizo porque el molinero no quiso aprovecharse de la situación ofreciéndole
mucho menos de lo que valía lo que compraba, era un hombre bueno. Pedro le
preguntó lo que todos le hubieran preguntado, por qué dejaba su tesoro, por qué
había dejado de creer en sus sueños. Aurelio, después de soltar las primera
carcajadas que se le habían escuchado en lustros, le dijo a su vecino que había
dejado de creer en el tesoro a poco de empezar la guerra, pero que le encontró
uso el día que vinieron los militares a requisarlo todo, y el negocio poco
después, cuando llegó la carestía y el racionamiento. Después le dio un par de palmadas
en el hombro al del molino y se fue a Francia con los suyos y aquellos dos
carromatos tan cargados.
Pedro se puso manos a la obra con sus nuevas
propiedades. Primero reformó la casa y le dio vida a los campos, tenía dinero
que había ganado en la capital y podía permitírselo. Después le tocó el turno
al desaguisado de La chepa, y para solucionarlo contrató a unos cuantos que
volvieran a meter todos aquellos montículos de tierra en el agujero que Aurelio
había hecho junto a las rocas. A poco de empezar los peones se dieron cuenta de
que en el gran agüero sólo cabía una parte de toda la arena allí acumulada, y
más tarde, de que debajo de decenas de aquellos montículos había excavadas fresqueras
en las que cabía toda la tierra que sobraba. Pedro sospechó de aquello y de las
palabras de Aurelio, pero tenía prisa por acabar la reforma que había empezado
y mandó tapar todas aquellas fresqueras que, sin que él llegara a saberlo
nunca, fueron durante un tiempo la principal posta del estraperlo que llegaba
de Portugal en dirección a la capital y otras ciudades más al este.
Aurelio estuvo riéndose todo el camino desde
su pueblo hasta Francia, riéndose de todos los que se habían reído a su costa y
después habían vivido una pesadilla mientras él nunca había dejado de vivir su
sueño, riéndose con la fuerza y las ganas del que sabe que sus risas, por ser
las últimas, son las que más valen.
2 comentarios:
¡Qué buena historia! Desde luego hace bueno el dicho aquel: "Ande yo caliente y ríase la gente. El cuento lo tiene todo, de esos que te quedas clavado a su lectura y esta te fluye como si fuera contada por alguien al calor de una hoguera. Me encantó. ¡Saludos!
Muchas gracias, David. Y gracias también al señor que me contó lo del paisano que tuvo los sueños y la ocurrencia de buscar un tesoro.
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