Para enfermos de aburrimiento alérgicos a la pasta de celulosa, para exiliados de bibliotecas con tiempo pero sin estantes, para marineros de la red con tendencia a hacer parada y fonda en tabernas de relatos, para viajeros de sillón y amantes de la aventura estática, para todos ellos y para ti mismo se abre esta consulta literaria, la del doctor Perring, enhebrador de palabras, zurcidor de conceptos y trazador de historias.


Tratamiento único y definitivo: tú pones los segundos, el que suscribe pone las letras...

jueves, mayo 30, 2019

Siendo un hombre




“El destino es el que baraja las cartas,
pero somos nosotros los que las jugamos.”
Arthur Schopenhauer


–Entra –le dijeron, y una mano fría lo empujó hacia la oscuridad.

El final de la cadena, juicio-condena-prisión. En un extremo la libertad, en el otro la muerte. Silencio, soledad que se le mete en los huesos y que hace que se estremezca desde dentro. Condenado a cien años de indiferencia por no querer ser un número más. Treinta y seis mil quinientos días, ochocientas setenta y seis mil horas, cincuenta y dos millones quinientos sesenta mil minutos, por no querer ser un número más. Su vida ya sólo es pasado, y a su futuro no llega la luz del sol. La fuerza de la idea aún alimenta su corazón, pero hasta cuándo, ¿cuándo dejará de latir?

–¡Arriba! –le gritaron, y un golpe en las costillas le hizo saltar del camastro.

No se conforman, no les ha bastado con encerrarlo allí, sino que ahora quieren entrar dentro de él y arrancarle eso que impide que la multitud lo absorba. Ni siquiera ve a quien le grita y le golpea, sólo siente sus patadas, y huele su odio, y se estremece, al pensar que él pudo haber sido uno de ellos. No le duele el castigo, ni las palabras que usan como armas para intentar herirlo por dentro. Le duele esa parte se su ser, ese rincón secreto que se revuelve al saber que semejantes alimañas sean capaces de usar la palabra hombre para designarse a sí mismos sin que un brazo elevado y vengador los aplaste contra la inmundicia sobre la que reinan. Por suerte el sueño, o la inconsciencia, o las dos cosas a la vez, se van acercando golpe a golpe, arropándolo, acunándolo, llevándoselo lejos de allí…

–Despierta –le susurraron. Esta vez no hubo golpes, ni gritos ni empujones.

Sus párpados son puros hematomas, y por la ranura entre ellos apenas logra distinguir una sonrisa de dientes afilados, borrosa, velada por el humo de un cigarro. Un autoproclamado hombre hila palabras, mezclando verdades con mentiras y sentimientos con amenazas; a su diestra la ley, atada y amordazada, al otro lado la muerte. La decisión es difícil, porque la vida duele, pero la idea aún le da fuerzas, su corazón aún late, aún es capaz de empuñar un no.

–Sal –le ordenaron, y al salir sintió al sol como un millón de aguijones que se le clavaron en lo ojos.                       

Hay un muro alto, hecho de hormigón y odio, de alambre e incomprensión, que lo aísla de la vida. Está encerrado en un coto vedado a los sueños, y en la inercia de la desesperación se deja llevar por el rumor de hileras de pasos sin destino, una maraña de vidas truncadas que se agostan a la luz de la soledad. Ve rostros grises, rostros desesperados y anónimos, y supone que el suyo es ahora uno más entre ellos. Ha perdido su nombre y su identidad, y ya no está seguro de hasta cuándo podrá resistir sin perderse a sí mismo. Y cuando le ordenan que entre descubre que el castigo más allá del cuerpo, ese que consiste en no dejar que su alma olvide que aún existe un mundo fuera, quizá esté por encima de lo que es capaz de resistir.

–¡Traiciona! –escuchó, pero esa vez la palabra no le llegó desde fuera, sino desde lo más profundo de su alma.

Dicen que un hombre ya no es hombre cuando no es capaz de enfrentar la mirada que le devuelve el espejo, y sabe que si no consigue acallar la voz de su interior ya nunca volverá a ser capaz de contemplar la figura estampada en el azogue. La desesperación es una culebra ávida de presa, que se enrosca alrededor de todo lo que late, y no hay idea, ni sentimiento ni creencia, que sean capaces de matarla cuando ha conseguido rebasar las defensas de su presa.

–¡Resiste! –le animaron, pero él ya no quería resistir.

En su interior una sopa de sangre mezclada con fragmentos de cuchillas, frente a él la luz de la esperanza al final de un túnel de agonía. Se siente vencedor, pues sabe que no cumplirá su condena de cien años de indiferencia, se siente único porque ni el tiempo, ni la multitud ni aquellos que alguna vez quisieron anularlo, conseguirán que sea un número más. Se siente entero, porque sabe que ya jamás habrá espejo del que huir. Se siente un hombre, y sólo aquellos que alguna vez lo hayan sido cuando el mundo se empeñó en aniquilarlos, podrán comprender por qué ese sentimiento es tan pleno que si hubiera un Dios tras las nubes él estaría acurrucado en su regazo.

Ahora flota en el viento de la historia, transformado en recuerdo escudero de una idea, paladín de un sentimiento que está más allá de este mundo gris en el que los hombres de corazón aún son aplastados por esa máquina sin alma que nació de ellos mismos para sepultarlos en la nada. 


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